10/3/10

No sabía cómo pedirle que se marchara. Había traído todas sus cosas, había acaparado las puertas de mi armario con sus vestidos y cada vez que recorría con mi mirada la habitación, descubría una de sus camisetas decorando una silla o, lo que era peor, su sujetador negro colgando del pomo de la puerta. ¿Por qué tenía aquella dichosa manía de dejarlo allí? Lo odiaba, no podía soportarlo. Tanto como odiaba escuchar el secador por las mañanas o sentir cómo buscaba, con sus pies helados, el resguardo de mis rodillas. Aquello tenía que acabar antes de que consiguiese colonizarme con sus interminables manías. Como aquella de besarme, incansablemente, siempre que no me daba cuenta. Y después, cuando se iba, lo sentía allí, sobre mi cuerpo, el beso que había dejado Dios sabrá cómo mientras yo realizaba uno de mis deberes cotidianos. Tenía que largarse, tenía que echarla de allí, me repetía recogiendo las copas de vino mientras ella dormitaba, perfecta, en una esquina del sofá azul, como siguiese dejándola campar a sus anchas por mi territorio -respiraba tan profundamente...-, me vería obligado a quererla.

5 comentarios:

DANI dijo...

Joder que miedo! ja ja ja

Y si empiezas a querer, esto ya no tiene fin ....

Besos amorosos

MâKtü[b] dijo...

No se puede obligar a querer

Anónimo dijo...

me gusta que el sofá sea azul, coincide con el de mi casa

Gabiprog dijo...

Los motivos para no ser feliz suelen ser excusas muy bien disfrazadas...

la chica de las biscotelas dijo...

qué gran mutilado sentimental!!