El hombre que limpiaba las hojas de los árboles me miró pensativo desde lo alto de su escalera roja, dejó su delicado paño pendiendo de una rama delgada y frunció el ceño.
-Todavía te queda mucho que aprender de la paciencia... -me dijo con una sonrisa triste.
Asentí contenidamente con la cabeza desde donde estaba, sentada en el suelo, sobre un charco de hojas arrancadas y rotas, con las uñas verdes, la miel en los labios y la sal en la mirada, respirándome la rabia.