11/4/08


Salía de la academia a las ocho de la tarde, el cielo estaba completamente gris y la lluvia desdibujaba los contornos de las cosas. Como siempre, no tenía paraguas, pero tampoco me importaba. Intenté abrazar las libretas contra mí para que el papel no se mojase y sonreí ampliamente al escuchar que todavía, a pesar del diluvio, quedaban niños valientes jugando en la calle. Amo la lluvia.

De proto, al clavar mi mirada en el suelo que tenía por delante, admiré asombrada la carrera de una pequeñita rana verde que escapaba de mis pasos. Saltaba alegre bajo la lluvia y pensé si habría venido con ella, si se habría escapado de alguna casa o si simplemente era un milagro sorprendente. Se veía tan brillante bajo tras la cortina de agua, con su piel retando al gris, que tenía en mi boca el grito para avisar a los niños porque estaba dispuesta a vivir con ellos la aventura de seguirla en su camino para ver dónde acababa.

En ese momento la verdad se vanaglorió conmigo. En uno de los saltos, de los giros, de la rana, descubrí que era una hoja de árbol jugando a los disfraces. Me mordí la lengua y no llamé a los niños. Aquello había sido sólo para mí. Un milagro de la lluvia que me besaba en los ojos.

2 comentarios:

Luar dijo...

Ohhh una hoja!?
Y el principe donde está?

Juan dijo...

eso mismo me pregunto yo, :)